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Diario de un Reportero

 Diario de un Reportero

Luis Velázquez
Camacho aclaraMejor que en casa
Un café para leer
La Barbie del café

DOMINGO
Mejor que en casa

José Saramago tiene una novela. Se llama La caverna. Es la historia de una mujer de la tercera edad que descubre estar viviendo los días más felices de su vida en una plaza comercial, en el anonimato, mirando a la gente pasar, imaginando historias alrededor de cada una.
Pero, quizá, acaso, los días más felices se gozan en el café con un lechero, una canilla, que se toman durante una, dos horas, incluso. Y, bueno, si es necesario, pedir que lo calienten, con el mismo pago, pues por eso mismo cada uno es cliente viejo, leal y fiel.

Y es que, por ejemplo, en el café cada cliente y/o grupos de amigos parecen que han comprado para siempre la misma mesa, en el mismo lugar, con las mismas sillas, el mismo mesero que conoce a todos por sus nombres y hasta el celular presta.

Incluso, y como ocurre en el café llamado hoy “205 años”; pero que cada año cumple años y cambia de número, en la avenida Ruiz Cortines, en Boca del Río, cuando el mesero mira a lo lejos entrar al cliente en automático aparta la mesa y de inmediato sale presuroso a pedir los cafés que ya sabe de cada comensal.

En “205 años” se siente uno mejor que en casa. El mesero sirve el café con una sonrisa que nunca obsequia la pareja de casa. Y está pendiente del menor movimiento, la mirada amable, los ojos pendientes de un servicio más.

LUNES
Los mosqueteros del café

Hay un trío de amigos, bordeando la década de los 60, que todos los días llegan a “205 años” entre las 6:49 y las 6:59 de la mañana, cuando el café todavía está cerrado.
Y el velador los conoce tanto como palma de la mano que de plano, cuando ni siquiera los meseros han llegado, les abre la puerta para entrar al paraíso.

Y, por supuesto, los hace sentir de casa, pues ellos mismos acomodan su mesa y sus sillas y hasta se sirven el café derecho, derechito, de la cafetera que hierve.

El trío se sienta en la misma mesa a un lado del pasillo que lleva al comedor. Siempre, de frente a la pared, allí donde a cada rato cambian de mural gigantesco tipo Diego Rivera, y en donde a veces colocan una fotografía, digamos, sobre el escenario urbano de la llamada “ciudad más bella de México”.

Y, por lo general, nunca hablan. Cada uno de ellos toma un periódico y lo lee mientras absorbe un traguito del café que les dura, siempre siempre siempre 35 minutos, contaditos, es decir, las 7:35am, cuando al mismo tiempo se levantan y se van.

Rara vez platican. El lenguaje que los une es el silencio. Y la lectura del periódico. Son algo así como “Los tres mosqueteros” como los bautizó uno de los meseros.

MARTES
La mesa de los académicos

Entre las 7:10 y 7:20 minutos llega la mesa de los académicos jubilados. Unos cinco, seis. Siempre, claro, en el mismo espacio, en el extremo izquierdo si se entra por la avenida Ruiz Cortines. A la mitad del pasillo. De cara a la pared de vidrio. Una, a veces dos mesas. Siempre, un café, en ocasiones con un pan de la casa. Una canilla. Un laurel recién horneado oloroso y humeante.

Todos los días como si pasaran lista en clases. Se siente: todos habrían entrado a clases a las 7 de la mañana durante 30 años ininterrumpidos. Así quedaron con el hábito, la costumbre, el ritual.

¡Oh, jubilados del mundo! platican del mismo tema con sentido crítico. La academia. Las clases.

Luego hay una pasarela de conocimientos, reto de lucidez incandescente. Inteligencia pura desbordando. Y alguien, algunos, cada uno, van tomando la palabra.
Un parroquiano de al lado dice: “Aquella es la mesa de los sabios”.

MIÉRCOLES
Un café para leer

Hay un señor de la tercera edad, solitario, mejor dicho, acompañado de un libro. Va a los “205 años” a leer durante una hora seguidita, sin levantar la mirada, ajeno al mundo, de vez en vez el sorbo de un lechero que le dura 60 minutos.

Es un hombre alto y delgado. Con barba de chivo, al estilo, digamos, de Lenin. Incluso, los lentes son redondos como los de Lenin. Lenin era calvo prematuro, el hombre que lee en La Parroquia tiene la cabellera blanca. Apenas unas entradas en la frente.

Lee. Recuerda al cronopio Julio Cortázar cuando cada tarde llegaba a un café en París con un libro y un cuaderno. Escribía, mientras el café en la taza enfriaba. Leía, cuando pedía al mesero un nuevo café. Capuchino, que le gustaba con un pan, también de la casa.

Nadie se acercaba a Cortázar cuando leía y escribía, porque el cuentista estaba en trance con la Maga y Oliveira. Nadie tampoco se acerca al lector de los “205 años” que todos los días llega a leer, quizá, acaso, como si esperara la muerte, contento y feliz consigo mismo.

JUEVES
La mesa de los médicos

En el centro del café hay una mesa que desde unos 200 años compraron unos médicos, jubilados todos del hospital de PEMEX.

os, tres, quizá cuatro veces a la semana, componen y vuelven a componer el mundo, como traje a la medida.

Un par de temas, siempre los mismos, son invariables, lo que dura un café reposado, que como es lógico, cada uno se paga. Así, y como dice el refrán popular, “cuentas claras, amistades largas”.

El primer tema, los aciertos de cada uno cuando fueron médicos en el hospital.

Y el segundo, “lo que haré cuando me llegue la liquidación”.

Un médico ha jurado que cuando tenga el chequecito en la mano se irá a Cancún para alquilar una suite de 5 estrellas en un hotel durante una semana y vivir la aventura más loca y fascinante de su vida con alguna Barbie VIP que contrate durante los siete días, aislado del mundo, sin angustias, el último tren seductor en su sexta, séptima década.
¡Suerte, doctor!

VIERNES
La mejor creación de Dios

Ella, alta y delgada, de un metro con unos 85 centímetros, quizá, morena morena, una Barbie de color, entra puntual pasadas las 6 de la tarde al café.

Una blusita azul con un pantalón de mezclilla azul y unas zapatillas color café que la vuelven una giganta. “La giganta” de José Luis Cuevas en su museo en la ciudad de México.

Camina con la mitad de una sonrisa que asoma la dentadura perfecta y detiene la circulación de los meseros. La siguen con la mirada. Recuerdan a Albert Camus, cuando la felicidad de un día se salva mirando y admirando una cara bonita. Se piensa en el caifán Oscar Chávez cantando a Ernesto “El ché” Guevara: “Aprendimos a quererte/con la luz de tu sonrisa”.

Ella, morena morena, busca desde las alturas a los amigos. Y desde lejos, mirada de pantera, los ubica. Y como siempre cada vez que llega, los saluda con la mano. Se acerca a la mesa a un ladito de la puerta principal. Y aun cuando el par de amigos, hombres los dos, bajitos de estatura, se levantan, ella se inclina y se inclina para el besito en el aire, los labios de trompita, el roce apenas, apenitas, de las mejillas.

La alucinación de los meseros termina cuando ella se sienta porque, entonces, en la otra puerta, entra otra Barbie. Es la hora, pues, de las reinis en los “205 años”.
¡Ay, el cuerpo femenino, la mejor creación de Dios!

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