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47 minutos de gloria

 47 minutos de gloria

Por David Martín del Campo

DespertandoGanar y perder, a eso se reduce todo, una vez que Charles Darwin estableció la norma que todos sospechábamos: los fuertes perduran, los demás sucumben. La sobrevivencia “del más apto”, lo llamó él con toda mesura política, de modo que el más apto de los aptos (para nuestra desgracia) ha sido Arjen Robben tirando ese penal, en el minuto 90+4, que todos llevaremos como espina en el corazón hasta el último de nuestros días.

El mediodía del domingo abrió un intervalo de esplendor nacional. Durante esos minutos los acordes de la Marcha Zacatecas vibraron en el subconsciente de todo mexicano. No cabíamos de furor patrio y alguien, templado con varios tragos, musitó bajo la pantalla en la cervecería: “las patas nacionales se han cubierto de gloria”. Giovani dos Santos fue el prócer tricolor durante esos 47 minutos en que dominamos, y nos igualamos, con el equipo que llegará a la final mundialista.
“Los presagios y señales acaecieron en Tlaxcala”, inicia don Miguel León Portilla su libro, La visión de los vencidos, en el que ofrece el testimonio indígena de esa derrota primigenia, la de 1521, que se suma a las muchas otras que hemos sufrido como nación-patria, incluida la del domingo pasado ante el equipo que comanda el DT Louis Van Gaal.

Perdimos Tejas y perdimos California, perdimos la paz social y perdimos la confianza en nuestros gobernantes, perdimos la brújula y perdimos la ecuanimidad ante unos ojos subyugantes. Perder, ha sido el verbo, y perdimos con un penalti. Por ello los mexicanos sufrimos una sed insaciable de victoria, y soportamos los días con la lírica resentida que nos heredó Cuco Sánchez: “la vida es la ruleta en la que apostamos todos, y a ti te había tocado nomás la de ganar…”

La disyuntiva sigue siendo, lúsers o ganones, ¿en cuál partido te inscribes? Alguien diría –para sosegar el desánimo– que el 99 por ciento de los mortales no nacimos, precisamente, para las guirnaldas de oliva destinadas a los campeones. De ahí que sea tan cómodo navegar entre las medianías apostando en todos los concursos y loterías a la mano y arriesgando hasta lo último. A veces se gana, es cierto, pero la regla general es lo contrario… para ello habría que observar los rostros del respetable cuando abandona el Hipódromo de las Américas apenas concluir la octava carrera.

El más fuerte, el más diestro, la más hermosa. Hay competencias de todo tipo y no siempre es soportable un resultado adverso. Recuerdo que años atrás fui invitado a participar como jurado en un concurso de cuento para niños organizado por el Instituto de Cultura de Yucatán. Fue un mundo el número de participantes, más de 300, y los evaluadores determinamos por fin el texto ganador. El resultado se publicó un jueves, y el sábado siguiente, a media noche, recibí una extraña llamada. Era un sujeto con el habla característica de los peninsulares, a la que había añadida unos tragos de aguardiente. “Buenas noches, habla Juan Pech, ¿es usted el escritor Martín David Campo?”, indagó, “¿el jurado del concurso del niño del cuento?” (eso dijo). “Sí, qué se le ofrece”, me defendí revisando el reloj. “Señor, quiero que me diga… ¿por qué perdí?”.

La respuesta es imposible de formular. Las victorias son manifiestas, por regla general, y tienen muchos padres. Las derrotas, por lo contrario, resultan sombrías y huérfanas. Además que todo triunfo es efímero y cuando se pierde… no por ello detiene su marcha el planeta. Así que no lo olviden, muchachos de la playera verde, “sic transit gloria mundi”, y como están las cosas, espero que se hayan ido a Copacabana a beber un par de caipiriñas luego de obsequiarnos esos 47 minutos de apoteosis. Los merecíamos.

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