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Dejad que los niños

 Dejad que los niños

David Martín del Campo

DiablosLargarse de casa. El regaño de mis padres era insoportable y ya estaba yo imaginando la maleta y el abandono. “Una vez que me haya ido, me llorarán hasta el último de sus días”, era la frase que volaba en mi cabeza, porque de lo que se trataba era de castigarlos. Dos pares de calcetines, el cepillo de dientes, una chamarra… sí, pero ¿adónde ir? Una hora después, desconsolado, iba con Mamá y le pedía perdón. “No lo vuelvo a hacer”.
Con esa desolación en el alma permanecen 52 mil niños en las prisiones fronterizas de Estados Unidos escarmentando el crimen de su aventura. Algunos iniciaron su periplo desde San Pedro Sula o Tegucigalpa; de Quetzaltenango o la ciudad de Guatemala. Algunos partieron, igualmente, de Tapachula o Comitán, en Chiapas –que para la Border Patrol son lo mismo– niños indocumentados, ilegales, proscritos.

El fenómeno ha quedado registrado en la señalada película de Diego Quemada Díez, La jaula de oro, que narra el trágico periplo de tres muchachos empeñados en alcanzar suelo norteamericano y salir, así, del infierno que es su existencia cotidiana. La cinta, que barrió con las preseas en la entrega del Ariel convocado por la Academia Mexicana Cinematográfica, es una denuncia de absoluta actualidad que debería ver el senador por Arizona, John McCain, quien ha instado al gobierno de Barack Obama para que los regrese ya, en una oleada de aviones hacia Centroamérica, antes de que el problema los desborde.

El refrán remata sabiamente que, aunque sea de oro la jaula. “no deja de ser prisión”. No hay modo, pues, de salir del encierro: en Centroamérica los chavos son víctimas de la pobreza, la marginación y la violencia; los que logran llegar al “paraíso yanqui” sufrirán, también, otra faceta del mismo presidio: persecución, explotación, marginalidad. Pobres niños, que el Nazareno llamó a su lado, en su momento, afirmando que el Reino que anunciaba, es habitado por almas como las de ellos.

Por cierto que no se trata de “niños”, en el sentido literal de la palabra, sino de adolescentes que no alcanzan la cota de los 18 años. Muchachos, jovencitos, púberes, chavos. Forman parte ya de los 11 millones de “indocumentados” que circulan en la Unión Americana, sólo que ellos han sido capturados por la policía migratoria y viven hacinados en prisiones que más bien semejan orfanatos. Una ley de 2008 prohíbe deportar “de manera expedita” (y por razones humanitarias) a los menores de edad, pero la avalancha mostrada en la película de Diego Quemada resulta imparable. Es, ya, una suerte de Cruzada por la libertad (cualquier cosa que ello pueda significar).

El protagonista diabólico, por cierto, es el ferrocarril mexicano que denominan “la Bestia”, y que corre desde la frontera chiapaneca hasta la de Texas, en el norte, con los innumerables ramales que cruzan en Veracruz, Hidalgo y Oaxaca. La travesía es una aventura (está contado en la película) en la que se padecen los asaltos de las policías mexicanas, las bandas delincuenciales, los delatores y los secuestradores profesionales. Todo eso lo saben los muchachos al trepar en la “Bestia”, pero la ilusión es más poderosa que los riesgos, amén que viajan en tropel, estableciendo entre ellos vínculos de camaradería y solidaridad.

Hubo en el siglo XIII una marcha similar. Se le denominó “la Cruzada de los Niños”, y recorrió Europa reuniendo chamacos al por mayor con la finalidad, ya se sabe, de liberar el Santo Sepulcro en manos de los infieles. Los cabecillas eran dos chamacos, Esteban y Nicolás, cada cual en su camino (el primero a través de Francia, el segundo de Alemania) y esperaban que al llegar al Mediterráneo un milagro les abriría el océano, para marchar así, exaltados, hasta Jerusalén. Pero el milagro no ocurrió. Entonces el Papa Inocencio III los conminó, simplemente, a que retornasen a sus hogares. Como ahora el senador McCain. Así que muchachos, por favor, no le jueguen al Tom Sawyer. Ya no habrá un Mark Twain que los redima.

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