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Disculpe la pregunta

 Disculpe la pregunta

Por David Martín del Campo
as45dfLo aseguraba Fernando Benítez en clase: “Las inteligentes son las preguntas, no necesariamente las respuestas”. Don Fernando, que se pasó la vida tecleando y las manos manchadas de tinta, fue un maestro de la entrevista. Lo mismo que el recientemente desaparecido Emmanuel Carballo. Hay que saber preguntar, nos decía, porque la existencia es una larga pregunta sin respuesta.
La mitad de los oficios responden a ese espíritu. Indaguen con los fiscales, con los investigadores, con los reporteros –desde luego–, con los médicos y los profesores. ¿Dónde le duele? ¿Quién descubrió América? ¿Usted lo mató?
El problema reside en que no sabemos cuestionar y nos horrorizan las respuestas. ¿Voy bien? Recuerden aquella inflexión de voz que nos sugerían cuando párvulos, “¿hicieron la tarea”, alargando siempre la última sílaba, “¿tareeaaa?” y no como nuestros diputados ágrafos que ignoran hasta el uso de la coma. Por ello la semana pasada (y no es broma) el Congreso de la Unión aprobó la que ya se denomina “Ley para la protección contra meteoritos”, no sea que nos ocurra lo que a los dinosaurios. Es más, ¿por qué no declaran inconstitucional la presencia de cometas merodeando nuestra órbita? Vaya pregunta.
El que a partir de ahora se llamará “Decálogo de Cuarón” ha puesto de moda el asunto de las preguntas. Con el desplegado que el laureado cineasta dirigió al presidente Peña Nieto para tener respuesta a sus diez dudas en torno a la reforma energética, queda establecido un nuevo recurso que se irá replicando en los temas candentes (y no “álgidos”) de la sociedad. Todo lo cual está muy bien.
Nos la vivimos haciendo averiguaciones. Do you speak english? ¿Hace cuánto que no te confiesas? ¿Juran seguir con fidelidad esta bandera, emblema de nuestra Patria y defenderla hasta perder la vida? ¿Ladran, Sancho? ¿Por aquí pasa el Juárez-Loreto? Preguntas, preguntas, preguntas. ¿Cuántos años tienes? ¿Nos echamos la última? ¿Enton’s, qué?
Muchos recuerdan aún las trece preguntas que hacía Pedro Ferriz en aquel su programa de las 13 del 13. Los participantes sudaban, se metían en una cabina aislada para concentrarse y no escuchar la respuesta soplada por el público. “Lo siento don Pedro, ésa no me la sé”. Don Germán Lizt Arzubide, militante del retozón movimiento estridentista, recordaba en su charla aquella ocasión en que observó en la calle, de esquina a esquina, una manta que demandaba: “Compañero trabajador, ¿sabe usted leer? Si no es así pase al despacho 202 donde se le adjudicará gratuitamente un silabario”. O la pregunta del general David Twiggs al general Pedro María Anaya en el convento de Churubusco: ¿Dónde está el parque?
Preguntas históricas y preguntas capciosas. Preguntas necias y preguntas del Inegi para el censo nacional. ¿Su domicilio cuenta con refrigerador? En 1974, póstumamente, Pablo Neruda publicó un volumen juguetón y llenos de metáforas, como todo en él. Se llama “El libro de las preguntas” y entre ellas nos cuestiona, ¿Cómo se llama ese coctel que combina vodka con relámpagos? Algo similar emprendió el pasmoso Gustavo Sáinz con su novela “La muchacha que tenía la culpa de todo” que suma obsesivamente preguntas y más preguntas sin capítulos. Como un interrogatorio inquisitorial, y que por lo mismo se convierte en una respuesta. O la pregunta que titula aquella cuestionable novela de Ernest Hemingway, “¿Por quién doblan las campanas?” y que los editores prefieren sin los signos de interrogación. La respuesta estaba en el hermoso poema de John Donne, el místico poeta inglés que predicaba: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti”.
¿Ya terminaron de leer? Apúrense, que preguntando se llega a Roma. No sea que les toque conjeturar el tanteo de Antonio Aguilar: ¿De quién es esa pistola, de quién es ese reloj, de quién es ese caballo que en mi corral relinchó?

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