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“Bolas de fuego”

 “Bolas de fuego”

En los tantos cuentos del abuelo, narra un caso que sucedió en la periferia de aquel pueblo cualquiera.  Comenta que en la parte norte, rumbo a la montaña, por el camino real, existía un cabaret (cantina), donde todos los rancheros llegaban; desmontaban de sus caballos y los amarraban en los postes que sostenían el pasillo del antro, para luego entrar y estar con las mujeres bebiendo tequila y bailando.

Para ir a la montaña se tiene que pasar por el rancho la primavera y por esa parte, existía un hermoso arroyo de aguas cristalinas.  Todas las mujeres del pueblo, llegaban con sus cantaros, unas cargándolas a la cintura; otras, al hombro (según el tamaño), trayendo consigo agua para beber y para lavar las cosas de la casa.  Todo el mundo  disfrutaba bañarse en su refrescante agua; otros a pescar – porque había muchos peces, guao, pochitoques, hicoteas, y hasta lagartos- pero, solamente sustraían o pescaban lo necesario, para comer en el día con sus familiares.

Allí, como a 300 metros, había una casita donde vivía una anciana con su hijo.  Ella, todo el tiempo temía que algún día, se perdiera en las locuras del alcohol y las mujeres en el cabaret.  Siempre lo aconsejaba (dice el abuelo Toño, pausadamente), que no haga lo que los demás, hacen.   Que se ve mejor un hombre sembrando su maíz, su frijol, su sandia, sus melones y atendiendo a sus vaquitas, que estar perdiendo su tiempo en esas cosas.  Pero un día, de tantos consejos que le daba su madre, se fastidió.   Fue al corral donde estaba su caballo; le puso la silla, se montó y salió en silencio rumbo al centro de vicios, aun acosta de lo que su madre le decía.

Esta ocasión, era un día muy especial para todos los mexicanos: ¡Era semana santa!  A pesar de tener conocimiento que en estos días, la gente no sale; así como también tenía conocimiento de lo que sucedía al salir muy tarde de la noche, se aventuró.  Su madre también le advertía que al cruzar el arroyo, espantan; que en ese paso sale un gran toro negro que impide que regresen todos los que pasan al pueblo, claro si trataban de regresar a sus casas en deshoras de la noche. Este enorme animal negro, les sale al paso y no los dejan continuar por lo que muchos regresan muy espantados al pueblo y duermen bajos del palacio municipal.  Cuando empieza a salir el sol, emprenden el regreso a sus casas. Mientras sus mamas, sus mujeres e hijos, muy preocupados.

En esta ocasión Juan, desobedeció a doña Tomasita su madre, en plena semana santa.  Hizo caso omiso de esta celebración. Salió sin avisar dirigiéndose al lugar donde según todos los hombres, llegan para divertirse y así, paso el tiempo.  Algunos cuentan que lo vieron tomando tequila con sus amigos y que estuvieron jugando barajas y el siempre pagaba los tragos debido a que perdía la ronda del juego.  Transcurrieron las horas, hasta que, como a las 10 de la noche, el dueño del negocio empezó a hablar en voz alta avisándoles que ya le tocaba cerrar la cantina, pues en esas fechas aprovechaba irse temprano y en montón de compañeros para que no le sucediera nada.

Estos salieron y al mismo tiempo vieron a Juan que se encaminó rumbo a su casa; aun a pesar de que sus compañeros de parranda, lo convidaban a que mejor se quedara con ellos y, ya por la mañana o mejor dicho ya de día, se fuera a su casa, pero el muy machito comentaba que eran cosas de fantasías y leyendas, que esta vez él si lo iba a comprobar, y para colmo de males, lo comprobó.

Doña Tomasita, la anciana mujer de 83 años, muy afligida al otro día, pedía apoyo a toda la gente del pueblo, para buscar a su único hijo; pero…jamás lo encontraron. La pobre mujer, lloro mucho.  Pues de haberle obedecido, de haber escuchado sus consejos, estarían todavía juntos, pero él jamás hizo caso a su madre; ahora por su ignorancia y desobediencia, la pobrecita anciana estaba sufriendo. Por no escucharla, éste fue, su gran castigo: “las ánimas se lo llevaron para no regresarlo jamás”

En aquello tiempos, la gente del pueblo eran muy unidos.   Le acompañaban y le llevaban comida a la anciana, que no dejaba de llorar.  Con el tiempo, fue perdiendo las fuerzas la esperanza de que Juan Carlos, volviera o se lo regresaran las ánimas.  Y no fue así, pues con el transcurrir de los días, aumento más su tristeza y disminuyó su capacidad física, y como consecuencia, entrega su alma a Dios, dejando de sufrir la pérdida de su único hijo.

Desde entonces en el pueblo en los meros días de la semana santa, ven salir una bola de fuego de entre los matorrales por todo el camino, rumbo a la montaña.  Esta, cruza por la calle principal hasta donde estaba la cantina y volvía y regresaba, iba y venía.  Toda la gente decía que era el alma en pena del muchacho que atraparon las ánimas, que tal vez quería regresar con su madre, pero no encontraba el camino.

Después de esto, con el tiempo, en fechas de semana santa, veían no a una, sino a dos bolas de fuego: primero, una venia del camino real; después de un largo tiempo, observaban que regresaba, pero ahora ya eran dos bolas de fuegos; y luego los comentarios solidarios: que al fin la pobrecita madre, encontró a su único hijo, y regresan juntos muy felices, rumbo al lugar donde Vivían.  Desde entonces, jamás se les volvió a ver.

Román Loglez. DR.

Redaccion Diario de Palenque

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