El nacimiento de un imperio

 El nacimiento de un imperio

Once años de guerra, destrucción, caos, derramamiento de sangre y campañas fracasadas, España veía desde el otro lado del mar como el virreinato más grande entre sus dominios se alzaba independiente. Nació entonces el Imperio Mexicano.

Agencias: CDMX

El 27 de septiembre de 1821, la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México vivió un día de alegría, regocijo y fiesta: la guerra iniciada en Dolores, Guanajuato once años y once días atrás finalmente había terminado.

La lucha que inició Miguel Hidalgo continuó José María Morelos y prosiguió Vicente Guerrero, había terminado en manos de un general criollo, Agustín de Iturbide, que buscaba la independencia de España y del grupo liberal que formuló la constitución de Cádiz.

Banderas blanco, verde y rojo ondeaban por el lugar, los balcones estaban repletos de gente tirando papeles tricolores hacia las calles. La pequeña Ciudad de México se había vuelto el epicentro de las buenas noticias. La Nueva España había muerto, nacía entonces el sueño de Hidalgo y Morelos: un México monárquico, el Imperio.

La nueva bandera, forjada con el Plan de Iguala, poco después del Abrazo de Acatempan en febrero de ese mismo año, era enaltecida por todos: el blanco, simbolizando la pureza de la religión; el rojo, la unión entre mexicanos y españoles, y el verde la independencia. Sobre cada color, una estrella dorada bordada como símbolo de cada garantía.

El Ejército Trigarante entró a la ciudad, marchó por Bucareli, dio la vuelta a la derecha por la calle del Calvario y en la calle de Corpus Christi (hoy avenida Juárez) prosiguió su marcha por un costado de la Alameda. Cruzó la calle de Santa Isabel (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas), pasó junto al convento de San Francisco y frente a la casa de los Azulejos, y por Plateros (hoy Madero) finalmente entró a la Plaza Mayor (hoy conocida como Zócalo).

En su camino el jefe del Trigarante se apeó de su caballo bajo un arco triunfal, en la esquina del convento de San Francisco. Allí lo recibieron los regidores del Ayuntamiento para entregarle las llaves de la ciudad entre aplausos, marchas militares, salvas de artillería y el repique de campanas de las iglesias de la capital, que al unísono celebraban el triunfo de la independencia. Iturbide, de frac, botas, sombrero con tres plumas y una banda tricolor, irradiaba gallardía. Ya nadie recordaba su cruel persecución contra la insurgencia.

Iturbide devolvió al decano del Ayuntamiento las llaves de la ciudad y pronunció con voz enérgica: “Las llaves que lo son de las puertas que únicamente deben estar cerradas para la irreligión, la desunión y el despotismo, como abiertas a todo lo que puede hacer la felicidad común, las devuelvo a Vuestra Excelencia”.

Volvió a montar su caballo y, acompañado de los miembros del Ayuntamiento y los indios de las parcialidades de Santiago, continuó su marcha al Palacio Virreinal, entre las aclamaciones del público.

Allí fue recibido por Juan O’Donojú, último capitán general de Nueva España, que prácticamente ya no pudo ocupar el cargo, pues cuando arribó a Nueva España, la independencia era un hecho. Iturbide y O’Donojú salieron al balcón principal para ver el desfile de las tropas entre vítores y aplausos de la multitud.

Redaccion Diario de Palenque