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Vive entre las palomas mensajeras

 Vive entre las palomas mensajeras

Existe periódicamente pruebas de velocidad y resistencia para estos animales.

El perfil de la vida de Guillermo Gutiérrez parecía predecible. A los 10 años recibió su primera paloma mensajera, y desde entonces comenzó a disfrutar de los rituales sorprendentes de la llegada: su padre le decía que tenía que regalarlas y dedicarse a estudiar. Él se las daba a sus amigos, con el compromiso ineludible de que las soltaran a los pocos días. Entonces ellas, bajo ese mandato misterioso y siempre sin resolución de su brújula interna, volvían a su casa.
Hoy, 57 años después, basta con entrar a su casa en Chía para presentir una suerte de leve vibración. Se trata del sonido gutural, casi constante, de sus palomas. Para su familia, ya es un ruido natural, como el sonido de fondo de un río.
Desde allí, todos los días, en las horas de la mañana, un promedio de 150 palomas se elevan en bandada, girando en círculos concéntricos sobre el terreno durante hora y media. Se entrenan para competir en un paisaje nada amable: tres cordilleras y todos los climas, desafiando las lluvias y unas condiciones atmosféricas que amenazan con desorientarlas a cada instante para impedirles su regreso a casa.
Algunas incluso nunca vuelven. Otras, como la 843 (todas tiene ese rótulo de preso), pueden regresar de manera insólita a los 8 años de haberse perdido.
“Ellas son las atletas del aire. Un 90 por ciento de las palomas regresan. A veces las que uno más quiere nunca llegan, o los campesinos las secuestran y llaman a pedir recompensa. Sin embargo, esto es un hobby maravilloso; qué lástima que no lo practiquen los muchachos hoy en día. Es muy sano y relativamente económico”, dice mientras muestra la programación de competencias del año.
De repente silba y todas descienden al palomar como si fueran atraídas por el magnetismo de su código sonoro. Entran ordenadamente a una estructura funcional que ocupa más de la mitad del patio y a la que Guillermo, según su esposa, Consuelo, “puede ir y volver hasta 100 veces en un día”.
“Para una persona normal resultan iguales. Yo las conozco a todas. Incluso las puedo distinguir a cada una desde el aire”, dice mientras toma en sus manos un ejemplar de pichón que pronto estará listo para competir en pruebas cortas de 170 kilómetros.
Gutiérrez, de 67 años y con la apariencia de un hombre sereno, trabajó toda su vida en el Banco de la República. Hoy es miembro honorario de la Asociación de Amigos Colombófilos: un grupo reducido (en Colombia se calculan 300 personas; en Bogotá, apenas unas 40) de aficionados a las palomas que compiten periódicamente en pruebas de velocidad y resistencia.
Las palomas salen desde Bogotá en un camión que las lleva hasta el lugar de partida. Si ese lugar es, por ejemplo, Riohacha o Santa Marta, los colombófilos (criadores y entrenadores de palomas mensajeras) se preparan para recibirlas en un par de días y registrar su entrada en los monitores, para luego comparar los tiempos con sus compañeros. “El año pasado gané por 10 segundos la prueba de Riohacha”, cuenta Guillermo orgulloso, mientras exhibe el ejemplar ganador.
Sus historias son tan inverosímiles como su pasatiempo: recuerda el día que una de las palomas llegó a los 8 días de la competencia con un mensaje amarrado a una pata que decía: ‘esta paloma cayó aquí, en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo (Boyacá), y la estamos soltando porque nosotros conocemos el precio de la libertad’.
En los archivos de la colombofilia colombiana los nombres son escasos, pero con seguridad no falta el de Guillermo Gutiérrez, un hombre que entregó su vida por completo a un oficio que se remonta, según Charles Darwin, a la quinta dinastía egipcia, 2.760 años antes de Cristo. Según Gutiérrez, un poco más romántico, el primer colombófilo fue Noé, quien supo del retroceso de la aguas por la rama de olivo que traía su paloma.
Así nació la colombofilia en Colombia
En 1890, Ignacio Sanz de Santamaría, exagregado militar de la embajada de Colombia en París, fue el encargado de contactar a Salvador Castelló, en Barcelona (España), quien escogió 24 parejas reproductoras de palomas para enviarlas al Ministerio de Guerra en Colombia.
Desde entonces, Ignacio Sanz de Santamaría se dio a la tarea de buscar aficionados a través de la creación de la primera Sociedad Colombófila de Bogotá. Los primeros interesados fueron, entre otros, Jorge Espinosa Sánchez, Carlos Fonseca Ponce, Honorio Salgado, Ovando Plata, Álvaro Fajardo y Ernesto Tafur Morales.

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